Sergio tiene 8 años y saca sobresalientes en tercero de Primaria. Mucho tiene que ver en eso su esfuerzo pero también el de sus padres y su terapeuta, que trabajan con él desde que tenía 3 años, cuando empezó a apoyarse en signos y pictogramas para comunicarse con el mundo, tras dar las primeras señales de autismo.
«Esa fue la primera parte», tal y como lo cuenta su madre Ana en el Día Mundial del Autismo, un trastorno que afecta en España a uno de cada 100 niños.
Sergio nació en septiembre de 2010 y llevó un desarrollo normal de un niño hasta los 2 años, cuando en la guardería les comunicaron que no actuaba como el resto de los niños, que no interactuaba correctamente con ellos.
Era como si, de repente, le hubieran borrado las primeras palabras que había conseguido decir, como mamá. A ella le costó interiorizar que su hijo podía sufrir un Trastorno del Espectro Autista (TEA).
«Es más difícil ver una carencia desde el principio que un retroceso», argumenta. Pero a su pareja y a su suegra, experta en el tema porque el cuñado de Ana tiene autismo, no les paso desapercibido un síntoma de alerta temprana.
Sergio no miraba a los ojos, y los niños con este trastorno pierden de vista la importancia social que aportan las miradas de los demás.
El diagnóstico llegó cuando tenía 4 años porque, como es habitual, es un proceso que se hace lento, pero la familia sabía mucho antes qué le pasaba gracias a un logopeda que les explicó que tenía disfasia, un problema del lenguaje en el cerebro que suele ir vinculado al autismo.
Este experto les puso en contacto con Alanda, una asociación que trabaja con los niños que presentan alteraciones en la comunicación, la interacción y el lenguaje, y cuyos profesionales se trasladan a los hogares y escuelas para elaborar un programa de intervención.
María es la psicopedagoga que ha ayudado a esta familia y a los profesores de Sergio a enseñarle cómo anticipar sus actividades diarias y los cambios del entorno.
Lo hicieron a partir del programa llamado Peana, que se basa en el uso de pictogramas (dibujos esquemáticos con fondo de color), fotos, canciones o sonidos para «favorecer la comunicación», según cuenta.
Un pictograma ayuda al niño a seguir una rutina: tanto en casa como en el colegio, el menor tiene su horario en el que se indican las distintas actividades que va a realizar.
Pero también ayuda a fomentar la interacción: se pueden colocar fotografías de sus comidas y objetos favoritos en un lugar visible para aumentar su deseo por comunicarse.
Además de la familia y de María, también «se ha dejado la piel» una profesora de infantil del colegio concertado al que va Sergio, que forró la clase de pictogramas y creó dentro de ella un grupo en el que todos los niños se ayudaban.
Así empezó a hablar Sergio. Su primera palabra fue «pompas», y con mucho trabajo consiguió aprender a decir otras, que se multiplicaron sin darse cuenta.
La primera que lo sabe es su hermana Macarena, de 6 años. Es quien más lo conoce, además de sus amigos. Quien mejor lo lleva cuando está nervioso e inquieto. «Tiene un sexto sentido con él», concluye su madre.